Figuras de Lladró

26 agosto, 2011 Deja un comentario

A veces echaba de menos la época en la que todo era más fácil. Cuando aún se enamoraba de todas las chicas con las que se acostaba, aunque al día siguiente no pudiera recordar su nombre.

Abrió los ojos y distinguió en el techo de la habitación el reflejo de las luces de los coches persiguiéndose por las calles, desapareciendo antes de iluminar la figura de un payaso o de un arlequín o de lo que fuera aquella atrocidad de Lladró que entrevió la noche anterior mientras se desvestía en aquella casa desconocida después de alguna copa de más, y quizás de alguna menos de las que hubiera necesitado hace años para acostarse con alguien así. No era fea, de hecho muchos la definirían como guapa, pero su risa de hiena ya presagiaba lo que la figura de Lladró confirmó la noche anterior. Nunca podría enamorarse de ella. De hecho dudaba que pudiera volver a enamorase a estas alturas. Se vistió rápido y en silencio como tantas otras veces y antes de salir cogió un trozo de bollo casero de la nevera. Era lo único que había valido la pena de toda esa aventura.

Cuando llegó a casa se duchó dejando correr el agua por todo su cuerpo llevándose por el desagüe toda la suciedad del día anterior. Sin querer, como tantas otras veces desde el accidente, se descubrió paseando los dedos por la cicatriz que le recorría medio cráneo. Era la única cicatriz que le había quedado, al menos la única visible, y a menudo se preguntaba si la gente la notaba.

Cerró el grifo y salió de la ducha, cabreado porque esa linea de pensamiento le había quitado todo el placer a la misma y encendió el ordenador mientras se ponía unos calzoncillos limpios. Aún se estaba peinando cuando sonó el ordenador con un mensaje nuevo. Lestigia, no, le había dicho que se llamaba Ana, le había mandado un mensaje al chat. Estaba dispuesta a quedar esa tarde. Le daba una dirección y una hora.

-Que perra- pensó- ahora si no aparezco seré un capullo.

Había estado jugando el papel de caballero desde que la conoció en el chat. A ella le gustaba y aunque era un poco rara, al menos había tenido el buen gusto de no enviarle una foto sacada de una web. A lo mejor hasta valía la pena. Además, después de la Whoopi de ayer, cualquier cambio sería bienvenido.

Se puso los vaqueros, una camisa de manga corta y la mejor de sus sonrisas y bajó a la librería. Un libro sería un buen regalo y serviría para romper el hielo. Ojeó entre los estantes hasta que encontró algo que cuadraba. “Wilfredo de Sajonia” de Adam Z. Aaron.

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Ana sin bata

10 agosto, 2011 Deja un comentario

Aquella espera la estaba desesperando y aquel juego de palabras se le antojó, en aquel momento de nervios, ingenioso.

Pensando en algo en lo que ocupar su tiempo, apoyó las manos sobre el suelo para asegurarse de que seguía oliendo a lejía. El olor a limpio le calmaba en situaciones como ésta, en las que se temía que había mucho en juego. Le recordaba al hospital, el lugar en el que se su experiencia vital le hacía sentirse más cómoda.

Había fregado a conciencia el suelo de su casa aquella misma mañana, después de haber limpiado todos los cristales, ordenado la ropa a medio colocar, puesto sábanas nuevas, descubierto las migas escondidas en las esquinas de la cocina y quitado las manchas del lavabo con ese producto verde que desaparecía tras pasar el paño y que eliminaba todos los olores que tiene cualquier cuarto de baño que se usa regularmente.

El saber que todo estaba en orden, le otorgó un momento de falsa tranquilidad. Puso ambas rodillas en el suelo y estiró sus brazos en cruz sobre el mismo, quedando boca abajo y apoyando el peso de su cuerpo sobre sus -sí, por qué no decirlo- sobre sus tetas, haciendo que su mente se apartara de su problema mientras se consolaba, mediante algún mecanismo de defensa no descrito por Freud, con que el dolor en su pecho le distrajera de su preocupación.

Aún en el suelo, giro la cabeza y el destino hizo que se fijara en la estantería de los libros, en la que todos los ejemplares permanecían obedientemente con sus cantos a la misma distancia de la pared y ordenados de izquierda a derecha por orden alfabético. Sus compañeros de hospital nunca habrían dudado de que se trataba de orden alfabético de autor, no de título, pero ustedes, que recién acaban de conocerla, aún necesitan algunas pistas para descubrir que ella era obsesiva.

Por un momento pensó en desordenar los libros para ocultar su rasgo de personalidad, pero pronto desechó ese pensamiento acogiéndose al consejo que en tantas películas americanas había visto «sé tú misma». Así que, de nuevo, su mente volvió a la preocupación actual: no tendrían de nada de lo que hablar.

Por Internet todo había sido diferente, claro. Uno tarda más tiempo en escribir que en pensar y, por tanto, los temas de conversación no faltan. Además, en un chat, las palabras se podían medir, elegir. El coqueteo era, en cierto modo, planificado.

Con la cabeza de lado, miró su reflejo en el suelo. Odiaba su perfil. Su perfil era feo. No, era desagradecido pensar en eso, no era exactamente feo. Era poco o nada atractivo. Éste motivo había originado que, uno, sus relaciones con los hombres no hubieran sido exitosas a largo (incluso medio) plazo y, dos, que nunca publicara en internet fotos de perfil. Y así se defendía de la idea de que, quizás, sus fracasos sentimentales se debían a su físico y no a su peculiar forma de ser, algo que no habría sido capaz de aceptar.

Se levantó bruscamente del suelo y se puso las lentillas. Estaba mejor con lentillas. Con ellas puestas, fue al cuarto de baño, se lavó los dientes cuidándose de escupir precisamente sobre el desagüe, para no ensuciar el lavabo. Tras esto, volvió a quitarse las lentillas y después volvió a ponérselas. No quería parecer demasiado arreglada ni, en el extremo opuesto, desaliñada, por lo que paradójicamente preparar su imagen de aquella tarde le había llevado más tiempo que el que cualquiera de las dos opciones anteriores le habría ocupado.

No era virgen. Ustedes disculpen al autor, que en ningún momento pretende escribir literatura erótica, pero es que era justamente en eso en lo que estaba pensando ella en aquel momento. Ya lo había hecho «todo», pero el hecho de haber cumplido con casi desconocidos sus fantasías habían consolidado su clítoris y su vagina como un pedazo de carne que durante el sexo sentía algo parecido a los golpes que un tenedor hace en un plato sopero al batir un huevo.

En la receta que se iba a cocinar aquella tarde, adolecería el ingrediente que tanto había añorado en sus amantes anteriores: la ilusión recíproca. El «lo que más me gusta de ti son tus imperfecciones». El «quiero saber de tus problemas para ver si soy capaz de solucionarlos». En definitiva, todas esas cosas que todos pensamos alguna vez en nuestros quince años.

Cuando el timbre sonó, ella estaba revisando sus cejas. Dejó la pinza en su lugar, comprobó el buen estado del cuarto de baño, apagó la luz y sacó la cabeza por la ventana para ver en su portal por primera vez a Carlos en la vida real. Lo reconoció con sólo mirarle la coronilla.

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